lunes, 17 de febrero de 2014

Prosa de luto, prosa de tinta y carne

(Fotografía de Enrique Fallas Segura -2004)


Fallitas.
No les contaré mucho sobre él, su memoria se difumina en una sociedad fría y visceral. Aunque lucho por darle un “sufrimiento decente”, me entristece saber que no estoy tan triste como quisiera, y eso constituye una poética paradoja, pero una desgarrada por la humanidad de su génesis.
Sé que en horas de la tarde, de un 6 de marzo de mil novecientos noventa; se fueron en ambulancia, con urgencia, ansiedad y esperanza. Mi madre me dio a luz, en ese lúgubre y mal equipado lugar al que llaman Hospital San Vicente de Paul, en la provincia de Heredia. Volvieron en autobús. Era normal pensarlo, la urgencia del parto los hizo perder noción del dinero –ese que no tenían– por ello luego de la abnegada y estoica labor, no les quedó remedio que volver en transporte público. De ahí en fuera, pasados los años, un veinticuatro de setiembre del dos mil trece, aquél que fuera mi gran pensador, mi gran poeta, mi gran pintor y escultor, falleció. Falleció a eso de las cuatro horas. De pura casualidad ese día me encontraba en la humilde casa, y escuché sus gemidos de agonía, escuché su última palabra. Escuché un “Sí”.
Eso era lo que importaba, “Fallitas” como era conocido por sus allegados, era mi padre. Y dejaba de herencia un sinfín de preguntas, angustias y desasosiego.
Pensaba. Pensaba con desgano, pensaba con la inercia de mi propia existencia, pensaba con la violencia del luto. Pensaba así, en cómo han quedado para la historia grandes pensadores, grandes poetas, grandes pintores, grandes escultores.... Todos ellos comparten en el Olimpo, una coyuntura de pequeñas sociedades que les veneraban, y con poco tiempo luego de su muerte, esas sociedades eran cultivadoras del árbol de la memoria. Entre más pequeña era la sociedad, más cosechaba grandeza su memoria.
En cambio, a Fallitas… A él seguro se le olvidará en la historia mundial. Él no será en la colectividad un gran pensador, un gran poeta, un gran pintor, o un gran escultor…
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Éste día, a menos de una hora de esta redacción, me bajé del autobús. Llegué frente a mi casa. Esperé allí, desde la acera, que cayera con complicidad un cigarrillo que provenía del segundo piso. Entré en el humilde aposento. Esa noche, volvía de la inercia de la cerveza, de la inercia del tabaco.
Saqué las llaves e ingresé en ella. Mi madre me esperaba despierta, al momento de abrir la puerta, ella se acercaba con llaves en sus manos. Me comentó que estaba preocupada por mi falta de aviso, yo no le di importancia a su preocupación. Me preguntó si quería que me sirviese comida. Le respondí que “Sí”.
–Hoy era la celebración del cumpleaños de “Jeka”, por eso huelo a licor –le dije con ese tono explicativo.
–¿Mucho o poco? –me dijo, ignorando mi prevención.
–Poco, no traigo mucha hambre –le respondí con desgano.
La santa que tengo como madre, se acercó a la cocina, sacó el cucharón y un plato de las gavetas de un viejo mueble de madera cercano, luego destapó la olla y se puso a servir caldo y verdura en el plato.
–¿Así? –me preguntó, mientras me enseñaba el platillo que me servía.
–Se me había olvidado que era sopa de pescado, ¡más poco! –le respondí con gesto de asco en mi cara.
–¡Usted tiene que comer de todo! –me exclamó con tono de reprimenda maternal.
–¡Es que no me gusta! –le exclamé con desgano.
–¡Oí! Siempre ha comido de esto –me exclamó con fingido sorprendimiento.
– Nunca he comido sopa de pescado, ¡¿Verdad, María?! – alcé la voz y  pregunté a mi hermana, quien se encontraba frente a la computadora y a quien sabía que le era imposible mentir.
–No –respondió apacible mi hermana.
Mi madre, le dio poca importancia a mi pedido, introdujo el platillo en el horno microondas, y mientras se calentaba veía la foto de mi padre que se encontraba en la sala-comedor. Era difícil interpretar la expresión facial que tenía, era como un dolor bien disimulado. Entendía que era dolor por la circunstancia de mirar fijamente la foto de un difunto, y entendía que era disimulado porque su cara no se inmutaba mientras veía la foto. Eso me hacía pensar en él, y me hacía pensar en mí, seguro yo también hacía la misma expresión cuando veía esa foto.
Cuando sonó el irritante sonido que hace el horno al terminar, ella me llevó el plato a la mesa; se sentó a mi lado y me preguntó:
– ¿Cómo estuvo tu día?
–Bien –contesté con tranquilidad.
–Me alegra, viste que…
En ese momento interrumpí a la tierna señora y exclamé
–¡Me hace mucha falta! ¡Extraño al viejo!
–A mí también me hace falta. Lo entiendo, eso está muy reciente –me contestó.
La verdad es que vivía en una inercia, en la cual tenía que recordarme constantemente estar triste, para sentir que la muerte de mi padre, en mis adentros, era una muerte digna.
Buscar en cada mínimo detalle algo que me recordase a mi papá, entristecerme por ello, y luego evadir la tristeza en una especie de mecanismo de defensa psicológico. Eso se volvía un juego interno, “recuerdo, evado, vuelvo a recordar y vuelvo a evadir”, así sucesivamente. Yo pensaba que el recuerdo era normal para el luto, pero me entristecía –a como había mencionado– cuando evadía. Me hacía sentir culpable. Porque los motivos de evasión eran de cualquier  índole, de ocio, eróticos, románticos; en síntesis de cualquier trivialidad. ¡Qué cosa había hecho mi padre mal en su vida para que la frivolidad fuese más importante que su luto! ¡Cómo es posible que él siendo una persona excepcional y pura, no pueda recibir de su hijo una tristeza decente! ¡¿Por qué era necesario obligarme a recordarlo?! ¡¿Por qué demonios se entremeten en mi cabeza la tierna niña de la facultad, el motor de un automóvil, la revisión de exámenes pendientes, en vez de su plácido rostro arrugado?! ¡¿Por qué me era imposible llorar en posición fetal en una esquina de mi cuarto?!
Lo trágico del asunto era el miedo que sentía a olvidarlo, pero mi subconsciente insistía contra mi voluntad en reprimir su memoria. La lucha era carnicera, el subconsciente con cierta infamia podía con facilidad disipar los recuerdos y yo como defensa le intentaba recordar, pero inmediatamente me acechaban la sonrisa de la niña, el sonido de un VR6-ABV, los test que no había realizado... Y con cierta facilidad la ternura de la niña ganaba, los seis pistones alineados me hacían entrar en trance, los deberes pendientes eran cumplidos. ¡Fallitas se borraba de a poco a poco en mí ser!
Los seres humanos estamos unidos con todo el sentimiento posible a los recuerdos, pensamos que “recordar es volver a vivir”. ¡Pero esto es falso! Los recuerdos son las ilusiones de momentos que no volverán, a los que un plano racional del ser se quiere aferrar de una manera fútil y por ello los crea y recrea a antojo de una racionalidad, los deforma, los miente y niega, luego los vende por treinta monedas de plata.
¡Es que los sentimientos no son racionales, ellos son sinceros, la racionalidad nos miente para mantenernos con vida!
Cada vez que se vuelve a recordar se deforma más el recuerdo, se vuelve distante, nos da la espalda y se burla de nuestro patetismo. Y nosotros, conscientes de que el recuerdo se difumina, intentamos volver con él y esclarecerlo, ¡intentamos volver a sentir! pero se nos entromete la falda de una chica, el juego que dejamos suspendido, el “ringtone” de un celular, la cerveza que debemos, la tarea que nos hace falta, el llamado del erotismo… Sentimos otras cosas, porque no podemos pensar sentimientos, no podemos sentir pensamientos. No podemos mentirle al “corazón”, pues este no entiende de verdades y mentiras.
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Terminé el platillo. Y me fui por el postre cancerígeno. Intenté recordar mientras fumaba, todas las frases de desaprobación que mi papá profería cuando salía a fumar luego de comer.
Al volver a la casa e ir camino a mi cuarto, mi madre me llamó al cuarto de ella. Y me dijo:
–Voy a rezar la Divina Misericordia, ¿quiere rezarla conmigo? –me preguntó.
–Pero, huelo mucho a cigarro ¿No le importa? –le dije como para “quitarme el tiro”.
–No, ¡venga!
La dulce señora me dijo, con cierta intensión de persuasión teológica, que mi papá en sus últimos tiempos se había vuelto devoto de la Divina Misericordia. Y por ello envié mí ateísmo de vacaciones mientras duraba el luto y pudiera rendir tributo a la creencia de mi padre. Mi mamá se aprovechaba de ello, entonces cuando le manifestaba que extrañaba a papá, ella cómo católica que es, sentía que la manera de reconfortar a una ateo era persuadiéndolo de rezar la Divina Misericordia.
Me recosté en la cama de mi mamá, e intenté oler. Pretendía inútilmente que, luego de dos meses, iba a quedar un poco de aroma de él en la cama que dormía. No, no olía a él, volví a ver el techo que él miraba borrosamente y se me humedecían los ojos. Esa tristeza que me inundaba, me parecía reconfortante.
Mi mamá abrió el librito –porque no se sabía la oración de memoria– y empezó a recitar la coronilla:
Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad  de Tu Amadísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, en expiación de nuestros pecados y los del mundo entero. Ofrezco ésta coronilla para todos nosotros, para que tengas en tu santa gloria a “Enri”, y con tu infinita misericordia nos reconfortes del gozo que está sintiendo a tu lado.
Al escuchar “Enri”, me recordé de su rostro, me dio tristeza, se me inundaban más los ojos y me sentía purificado de mi impúdica procrastinación sentimental.
–Por su dolorosa pasión –recitó mi madre.
–Ten piedad de nosotros y del mundo entero –exclamé con esa voz robótica de un niño que iba a rezos a regañadientes. Mi mamá al escuchar que me equivoqué en el recital de oración, alzó la voz y recitó la letanía bien:
–Por su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Con lo que me hizo entender cuál era la línea de la oración, que momentáneamente había olvidado por la embriagues del licor.
–Ten misericordia de nosotros y del mundo entero –contestaba  yo a destiempo, sin ritmo, omitiendo o enredando palabras. Entonces empecé a pensar en, que aunque fuese sin intención, se estaba manifestando en mí una especie de blasfemia etílica.
Luego de repetir la letanía por cierto tiempo, en medio de una ruptura en la que mi madre recitaba, hacía una segunda ofrenda para que las personas que agonizaban en ese momento “tuviesen una muerte pacífica como la de Enri”. Intenté pensar y sentir en el trance de muerte de mi padre, en la consciencia  de sus últimas palabras, en su desesperación, en lo mucho que lo extrañaba; pero era muy tarde, ya la ternura de Ariana estaba en mi cabeza.
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Varios amigos de mi padre lamentaban que nadie hubiese escrito los conocimientos que él tenía y su sensibilidad social. Su clamor era algo como:
–“¿Por qué nadie escribió un libro sobre Fallitas? ¡Ahora todo ese conocimiento y talento se va a perder!”.
–“¡Todas sus vivencias, en Tailandia, Holanda, y África!”.
– “¡Todas sus luchas!”.
Y yo con amarga culpabilidad escribo esto. Escribo por el Fallitas después de Fallitas.
Por: JEF (2013)

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