(Fotografía de Enrique Fallas Segura -2004)
Fallitas.
No les contaré mucho
sobre él, su memoria se difumina en una sociedad fría y visceral. Aunque lucho
por darle un “sufrimiento decente”, me entristece saber que no estoy tan triste
como quisiera, y eso constituye una poética paradoja, pero una desgarrada por
la humanidad de su génesis.
Sé que en horas de la
tarde, de un 6 de marzo de mil novecientos noventa; se fueron en ambulancia,
con urgencia, ansiedad y esperanza. Mi madre me dio a luz, en ese lúgubre y mal
equipado lugar al que llaman Hospital San Vicente de Paul, en la provincia de
Heredia. Volvieron en autobús. Era normal pensarlo, la urgencia del parto los
hizo perder noción del dinero –ese que no tenían– por ello luego de la abnegada
y estoica labor, no les quedó remedio que volver en transporte público. De ahí
en fuera, pasados los años, un veinticuatro de setiembre del dos mil trece,
aquél que fuera mi gran pensador, mi gran poeta, mi gran pintor y escultor,
falleció. Falleció a eso de las cuatro horas. De pura casualidad ese día me encontraba
en la humilde casa, y escuché sus gemidos de agonía, escuché su última palabra.
Escuché un “Sí”.
Eso era lo que
importaba, “Fallitas” como era conocido por sus allegados, era mi padre. Y
dejaba de herencia un sinfín de preguntas, angustias y desasosiego.
Pensaba. Pensaba con
desgano, pensaba con la inercia de mi propia existencia, pensaba con la
violencia del luto. Pensaba así, en cómo han quedado para la historia grandes
pensadores, grandes poetas, grandes pintores, grandes escultores.... Todos ellos
comparten en el Olimpo, una coyuntura de pequeñas sociedades que les veneraban,
y con poco tiempo luego de su muerte, esas sociedades eran cultivadoras del
árbol de la memoria. Entre más pequeña era la sociedad, más cosechaba grandeza
su memoria.
En cambio, a Fallitas…
A él seguro se le olvidará en la historia mundial. Él no será en la
colectividad un gran pensador, un gran poeta, un gran pintor, o un gran
escultor…
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Éste día, a menos de una
hora de esta redacción, me bajé del autobús. Llegué frente a mi casa. Esperé
allí, desde la acera, que cayera con complicidad un cigarrillo que provenía del
segundo piso. Entré en el humilde aposento. Esa noche, volvía de la inercia de
la cerveza, de la inercia del tabaco.
Saqué las llaves e ingresé
en ella. Mi madre me esperaba despierta, al momento de abrir la puerta, ella se
acercaba con llaves en sus manos. Me comentó que estaba preocupada por mi falta
de aviso, yo no le di importancia a su preocupación. Me preguntó si quería que
me sirviese comida. Le respondí que “Sí”.
–Hoy era la celebración
del cumpleaños de “Jeka”, por eso huelo a licor –le dije con ese tono explicativo.
–¿Mucho o poco? –me
dijo, ignorando mi prevención.
–Poco, no traigo mucha
hambre –le respondí con desgano.
La santa que tengo como
madre, se acercó a la cocina, sacó el cucharón y un plato de las gavetas de un
viejo mueble de madera cercano, luego destapó la olla y se puso a servir caldo
y verdura en el plato.
–¿Así? –me preguntó,
mientras me enseñaba el platillo que me servía.
–Se me había olvidado
que era sopa de pescado, ¡más poco! –le respondí con gesto de asco en mi cara.
–¡Usted tiene que comer
de todo! –me exclamó con tono de reprimenda maternal.
–¡Es que no me gusta!
–le exclamé con desgano.
–¡Oí! Siempre ha comido
de esto –me exclamó con fingido sorprendimiento.
– Nunca he comido sopa
de pescado, ¡¿Verdad, María?! – alcé la voz y pregunté a mi hermana, quien se encontraba
frente a la computadora y a quien sabía que le era imposible mentir.
–No –respondió apacible
mi hermana.
Mi madre, le dio poca
importancia a mi pedido, introdujo el platillo en el horno microondas, y
mientras se calentaba veía la foto de mi padre que se encontraba en la
sala-comedor. Era difícil interpretar la expresión facial que tenía, era como
un dolor bien disimulado. Entendía que era dolor por la circunstancia de mirar
fijamente la foto de un difunto, y entendía que era disimulado porque su cara
no se inmutaba mientras veía la foto. Eso me hacía pensar en él, y me hacía
pensar en mí, seguro yo también hacía la misma expresión cuando veía esa foto.
Cuando sonó el
irritante sonido que hace el horno al terminar, ella me llevó el plato a la
mesa; se sentó a mi lado y me preguntó:
– ¿Cómo estuvo tu día?
–Bien –contesté con
tranquilidad.
–Me alegra, viste que…
En ese momento
interrumpí a la tierna señora y exclamé
–¡Me hace mucha falta!
¡Extraño al viejo!
–A mí también me hace
falta. Lo entiendo, eso está muy reciente –me contestó.
La verdad es que vivía
en una inercia, en la cual tenía que recordarme constantemente estar triste,
para sentir que la muerte de mi padre, en mis adentros, era una muerte digna.
Buscar en cada mínimo
detalle algo que me recordase a mi papá, entristecerme por ello, y luego evadir
la tristeza en una especie de mecanismo de defensa psicológico. Eso se volvía
un juego interno, “recuerdo, evado, vuelvo a recordar y vuelvo a evadir”, así
sucesivamente. Yo pensaba que el recuerdo era normal para el luto, pero me
entristecía –a como había mencionado– cuando evadía. Me hacía sentir culpable.
Porque los motivos de evasión eran de cualquier
índole, de ocio, eróticos, románticos; en síntesis de cualquier
trivialidad. ¡Qué cosa había hecho mi padre mal en su vida para que la
frivolidad fuese más importante que su luto! ¡Cómo es posible que él siendo una
persona excepcional y pura, no pueda recibir de su hijo una tristeza decente!
¡¿Por qué era necesario obligarme a recordarlo?! ¡¿Por qué demonios se
entremeten en mi cabeza la tierna niña de la facultad, el motor de un automóvil,
la revisión de exámenes pendientes, en vez de su plácido rostro arrugado?!
¡¿Por qué me era imposible llorar en posición fetal en una esquina de mi
cuarto?!
Lo trágico del asunto
era el miedo que sentía a olvidarlo, pero mi subconsciente insistía contra mi
voluntad en reprimir su memoria. La lucha era carnicera, el subconsciente con
cierta infamia podía con facilidad disipar los recuerdos y yo como defensa le
intentaba recordar, pero inmediatamente me acechaban la sonrisa de la niña, el
sonido de un VR6-ABV, los test que no había realizado... Y con cierta facilidad
la ternura de la niña ganaba, los seis pistones alineados me hacían entrar en
trance, los deberes pendientes eran cumplidos. ¡Fallitas se borraba de a poco a
poco en mí ser!
Los seres humanos
estamos unidos con todo el sentimiento posible a los recuerdos, pensamos que
“recordar es volver a vivir”. ¡Pero esto es falso! Los recuerdos son las
ilusiones de momentos que no volverán, a los que un plano racional del ser se
quiere aferrar de una manera fútil y por ello los crea y recrea a antojo de una
racionalidad, los deforma, los miente y niega, luego los vende por treinta
monedas de plata.
¡Es que los
sentimientos no son racionales, ellos son sinceros, la racionalidad nos miente
para mantenernos con vida!
Cada vez que se vuelve
a recordar se deforma más el recuerdo, se vuelve distante, nos da la espalda y
se burla de nuestro patetismo. Y nosotros, conscientes de que el recuerdo se
difumina, intentamos volver con él y esclarecerlo, ¡intentamos volver a sentir!
pero se nos entromete la falda de una chica, el juego que dejamos suspendido,
el “ringtone” de un celular, la cerveza que debemos, la tarea que nos hace
falta, el llamado del erotismo… Sentimos otras cosas, porque no podemos pensar
sentimientos, no podemos sentir pensamientos. No podemos mentirle al “corazón”,
pues este no entiende de verdades y mentiras.
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Terminé el platillo. Y
me fui por el postre cancerígeno. Intenté recordar mientras fumaba, todas las
frases de desaprobación que mi papá profería cuando salía a fumar luego de
comer.
Al volver a la casa e
ir camino a mi cuarto, mi madre me llamó al cuarto de ella. Y me dijo:
–Voy a rezar la Divina
Misericordia, ¿quiere rezarla conmigo? –me preguntó.
–Pero, huelo mucho a
cigarro ¿No le importa? –le dije como para “quitarme el tiro”.
–No, ¡venga!
La dulce señora me
dijo, con cierta intensión de persuasión teológica, que mi papá en sus últimos
tiempos se había vuelto devoto de la Divina Misericordia. Y por ello envié mí
ateísmo de vacaciones mientras duraba el luto y pudiera rendir tributo a la
creencia de mi padre. Mi mamá se aprovechaba de ello, entonces cuando le manifestaba
que extrañaba a papá, ella cómo católica que es, sentía que la manera de
reconfortar a una ateo era persuadiéndolo de rezar la Divina Misericordia.
Me recosté en la cama
de mi mamá, e intenté oler. Pretendía inútilmente que, luego de dos meses, iba
a quedar un poco de aroma de él en la cama que dormía. No, no olía a él, volví
a ver el techo que él miraba borrosamente y se me humedecían los ojos. Esa
tristeza que me inundaba, me parecía reconfortante.
Mi mamá abrió el
librito –porque no se sabía la oración de memoria– y empezó a recitar la
coronilla:
–Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo, la Sangre, el
Alma y la Divinidad de Tu Amadísimo Hijo, Nuestro Señor
Jesucristo, en expiación de nuestros pecados y los del mundo entero. Ofrezco
ésta coronilla para todos nosotros, para que tengas en tu santa gloria a
“Enri”, y con tu infinita misericordia nos reconfortes del gozo que está
sintiendo a tu lado.
Al
escuchar “Enri”, me recordé de su rostro, me dio tristeza, se me inundaban más
los ojos y me sentía purificado de mi impúdica procrastinación sentimental.
–Por su dolorosa pasión
–recitó mi madre.
–Ten piedad de nosotros
y del mundo entero –exclamé con esa voz robótica de un niño que iba a rezos a
regañadientes. Mi mamá al escuchar que me equivoqué en el recital de oración,
alzó la voz y recitó la letanía bien:
–Por su dolorosa
pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Con lo que me hizo
entender cuál era la línea de la oración, que momentáneamente había olvidado
por la embriagues del licor.
–Ten misericordia de nosotros y del mundo entero
–contestaba yo a destiempo, sin ritmo,
omitiendo o enredando palabras. Entonces empecé a pensar en, que aunque fuese
sin intención, se estaba manifestando en mí una especie de blasfemia etílica.
Luego de repetir la letanía por cierto tiempo, en
medio de una ruptura en la que mi madre recitaba, hacía una segunda ofrenda
para que las personas que agonizaban en ese momento “tuviesen una muerte
pacífica como la de Enri”. Intenté pensar y sentir en el trance de muerte de mi
padre, en la consciencia de sus últimas
palabras, en su desesperación, en lo mucho que lo extrañaba; pero era muy tarde,
ya la ternura de Ariana estaba en mi cabeza.
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Varios amigos de mi
padre lamentaban que nadie hubiese escrito los conocimientos que él tenía y
su sensibilidad social. Su clamor era algo como:
–“¿Por qué nadie
escribió un libro sobre Fallitas? ¡Ahora todo ese conocimiento y talento se va
a perder!”.
–“¡Todas sus vivencias,
en Tailandia, Holanda, y África!”.
– “¡Todas sus luchas!”.
Y yo con amarga
culpabilidad escribo esto. Escribo por el Fallitas después de Fallitas.
Por: JEF (2013)