Noventa y ocho días
"I've been writing you a letter in my head for months with no reply.
When did your interest in me die?"
When did your interest in me die?"
(Levesque, Teves, Pasquale, Pereira y Reilly)
Era una tarde de setiembre u octubre del año pasado. El clima era presagio, el sol se vislumbraba, pero el frío y la humedad abrumaba. Eran días de matices contradictorios: sol y frío, juventud y nostalgia, comedia y tragedia.
En el espacio que recorre entre la Facultad de Estudios Generales y la Facultad de Educación se encuentra un área verde que disfrutan los estudiantes aplicados, los drogadictos de alta alcurnia y las parejas embelesadas.
Una de esas parejas llegó y el lugar estaba disponible, con pocas personas, justo para una dosis moderada de desinhibición. Ella era una chica radiante, verdaderamente preciosa, de estilizada silueta y encantadora delicadeza; él un muchacho sin mayores atributos. Él la miraba con los ojos brillosos llenos de alegría, la tocaba con delicadeza, como quien quiere percibir el terciopelo de un pétalo; la escuchaba como quien escucha Nocturno Opus número dos de Chopin. “¡Oh, si al menos hablara más!”, se preguntaba el muchacho.
Ella no llevaba un vestido -de esos que lo enamoraban cada vez más- llevaba ropa cómoda, una camisa de tela ligera rojiza con diminutos lunares blancos, un pantalón de mezclilla celeste y zapatos cómodos cerrados. Pero a él eso no le inmutó, era como si lo llevase, hizo el mismo efecto.
Se recostaron bajo un árbol altivo, él la apretaba contra su cuerpo, tomaba y estrechaba sus manos, pretendiendo cuidarlas del frío. Se besaban, apasionadamente, de esa forma única que tienen los universitarios: más experiencia que la adolescencia, pero con el ímpetu que no tienen los besos añejos de adultos. Unos besos con lascivia impúdica, otros besos con ternura sublime, pero, sin duda, besos llenos de amor (al menos eso creía él).
Pasado un largo rato en el que se mofaban o preocupaban, entre besos, de los deberes y compromisos que posponían e incumplían en ese lugar. Conversaron, como conversan las parejas condenadas:
— Cumplo años el seis de marzo, para mí eso casi nunca significa nada, más bien suelen ser días pésimos, mi familia me suele hacer una comida sencillita, mis amigos suelen tomarse el tiempo de celebrármelo, y yo agradezco ambos gestos, pero, cuando uno es pobre, le pierde la gracia a los cumpleaños, de niño nunca llenaron las expectativas, pero ahora... ¡tengo todos los regalos de cumpleaños de mi vida por adelantado! ¡Sos vos! — Le dijo entusiasmado, ansioso y con la inocencia de quien no sabe de la labia en sus palabras. En uno de tantos monólogos de su parte, por cierto.
— ¡Ay! -exclamó ella en respuesta, con esa onomatopeya de pesar, dolor y lástima.
— ¿Qué pasa? ¿Dije algo inapropiado? — preguntó el inseguro muchacho con temor de imprudencia.
— No, es que... sólo... ¡me gustaría estar ahí!
— Claro que podés estar ahí, ¡me encantaría! Estemos o no juntos — respondió rebosante de ingenuidad.
¡Pobre muchacho! No tenía idea de lo que se venía para él, no tenía idea de lo que significaban los silencios de la dulce niña que besaba. Sería mentir negar que desde la última vez que la vio la echó de menos con nostalgia, porque así fue, cada uno de los días, sin excepción, fueron muchos de esos días que la lloró en su cama, al acostarse o levantarse. Aún lo sigue haciendo.
La última vez que la vio fue hace noventa y ocho días, ella cumplía años.
Por: JEF (6 de marzo del 2015)